Por qué "La Encina"
martes, 19 de mayo de 2009
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Donde vivo ahora hay árboles gigantescos, hay árboles de flores rojas y amarillas, blancas, violetas. Hay árboles de
hojas exóticas, de frutos desconocidos, de nombres raros y atractivos. Hay árboles solemnes y orgullosos.
Me quedo con la encina. He vuelto mi mirada al árbol amigo de mi infancia. Siempre ha estado ahí en mis mejores días, arropando a su sombra mis mejores recuerdos.
La encina es firme, resistente, simple, perenne.
Atravesando la dehesa hacia el valle donde nos esperaba la Virgen en su ermita albeada, siempre había una encina acogedora donde encontrar refugio cuando el sol decidía quemar nuestro entusiasmo.
Más de una vez en días de verano, a la caída de la tarde, la encina era testigo del amor familiar, de juegos incansables, de risas y canciones, de la armonía fraterna.
Y los días de vendimia limpios y bulliciosos presintiendo ya el mosto, la encina era la casa a la hora del descanso, después del pan, del queso, de la ensalada fresca, de la sandia jugosa.
Me gusta imaginarme sentada junto a ella, apoyada en su tronco, viendo pasar las nubes, viendo pasar el tiempo, viendo pasar la vida, viendo pasar la historia cargada de silencios, cargada de palabras, cargada de misterios.
Discreta admiradora de todos los caminos, contemplativa nata, de raíces profundas, la encina es todo un símbolo en mi existencia itinerante y frágil.