La encina


Lo que era y lo que soy

lunes, 3 de diciembre de 2012 | Hay 1 comentarios

Al salir de la parroquia después de una hora y media de formación, ya es de noche. Saludo a la madre de Tresor, que ha estado también escuchando al misionero javeriano. Este nos ha hablado sobre la fe que es, como ustedes saben, el tema del año.
Subimos lentamente las escaleras de la colina. Ni ella ni yo podemos ya correr como algunos jóvenes que pasan a nuestro lado. Muchos escalones hay hasta la gruta de la Virgen que está enfrente de la puerta de la escuela.
El tema le ha gustado. Yo escucho sorprendida sus confidencias espontáneas: “Antes, nadie me miraba, todos huían de mí como si fuera basura, como si fuera… - no digo la palabra para no herir sensibilidades, ella si la pronunció-. No tenía derecho a estar entre la gente. No significaba nada para nadie… ni siquiera para la familia. Peor fue aun cuando tuve el niño… Tenía que esconderme.
“Y ahora, no sé bien ni cómo, ni por qué, ha cambiado totalmente mi vida. Tengo a mi hijo en la escuela, recibo el apoyo de las Hermanas, vengo a la parroquia como todo el mundo, estoy entre la gente, pertenezco a Caritas, cuentan conmigo, y si alguien necesita algo que yo pueda darle, se lo doy… Entro en la casa cada día y de rodillas doy gracias a mi Dios…
“Quienes me despreciaban dicen que todo esto que me pasa es fruto de la “magia”- por no decir brujería-, se sorprenden que hable como cualquier persona, que participe y dé mi testimonio, que exprese mis opiniones en la Comunidad de Base… que sea tratada como se trata a una persona normal…”
Ante estas revelaciones no se me ocurre otra cosa. “Para Dios todos somos iguales,-le digo- somos sus criaturas. Hemos salido de sus manos. Todos somos sus hijos, todos somos hermanos y nadie tiene derecho a despreciar a nadie… Ya ves, Dios no te ha abandonado.”
“Es verdad, hermana" -me responde- y sigue hablando de su experiencia, de su nueva visión de la vida, del cambio incomprensible en su existencia.
Sus palabras han tenido una especial resonancia en el corazón que me llena de luz y de serenidad. Me doy cuenta de que he subido las escaleras sin hacer las pausas obligadas para respirar que hago siempre, y sin haber sacado la linterna del bolso…
Pienso en ese momento que vale la pena estar quince años en estas tierras, solamente por escuchar algo así. Y me digo: “Esta mujer se ha puesto de pie. Su vida no volverá a ser nunca como antes.” Y doy gracias a Dios. 

 Mi pensamiento va en medio de la noche a toda esa gente que nos acompaña desde lejos, haciéndonos sentir su generosidad como un milagro a través de estos años. Porque es esa gente solidaria la que hace posibles estas maravillas…
 


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