La encina


Viajes

martes, 21 de mayo de 2013 | Hay 1 comentarios

Estoy envuelta ahora en el silencio de este monasterio escondido en la selva.


Digo que estoy envuelta en el silencio. Las ramas de los árboles se mecen en silencio. Las mariposas blancas, amarillas y azules, van de un lado a otro sin que pueda percibir en mis oídos el batir de sus alas. Y ahí está el sol que se cuela entre los árboles y entre la hierba para dar su luz respetando el silencio. Y las gotas de la lluvia nocturna reflejando en silencio el sol.


Casi transparente, una araña diminuta teje hacendosa su invisible trampa. Nadie dice nada aquí. Los minutos, los segundos, las horas, se deslizan también en silencio…


Y mientras, yo puedo viajar con mis pensamientos a miles de kilómetros, a las fuentes serenas de mi vida. A mi pueblo natal, que es mi galaxia preferida. La capacidad humana de atravesar distancias, para desaparecer de un lugar y viajar a otro, es hoy innegable para mí.


Yo vuelvo a sentarme debajo de una encina, en la dehesa de siempre. Siento en mi espalda el roce de su tronco áspero y amigo. Y en mi cara, el aire cálido del mediodía. Hoy nadie pasa por el camino cercano. Y he enviado, a propósito, lejos las ovejas, sus esquilas y sus mastines.


Necesito el silencio de la selva para escuchar a Dios en la dehesa, para admirar su obra, para acercarme al misterio, para constatar mi irrelevante existencia si El no estuviera conmigo, para sentir su bondad sin límites, su grandeza inabarcable. “Yo soy el que soy, y tú eres la que no eres,” le dijo a Catalina de Siena, y esta reconoció: “Tú eres el Creador y yo soy una criatura.”


El silencio es el lenguaje de Dios. Desde siempre deberían enseñarnos este lenguaje que hace comprensible lo que creemos imposible, inalcanzable o absurdo… Que nos lleva al asombro cotidiano de las cosas sencillas. El silencio nos enseña a asomarnos al pozo profundo que somos cada cual, sin miedos y sin vértigos. Porque el ruido incesante nos impide escucharnos y escuchar la verdad. Descubrir el sentido del camino que hacemos, es obra del silencio: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir…” El silencio nos ayuda a recitar estos versos de otra forma: Nuestras vidas son los ríos que nos llevan a Dios que es la Luz, el Amor, que es nuestra Vida, y todo con mayúsculas.


Suena el tam-tam en el monasterio invitándome a la oración, y su sonido austero, llega hasta la dehesa, y yo dejo mi encina y regreso a la selva, y este largo camino también lo hago en silencio.


En la humilde capilla uno mi voz a la de mis Hermanas y al ritmo acompasado de los monjes: “Señor abre mis labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo…” y mecida por los salmos, mi viaje prosigue ahora, atravesando otros espacios, esta vez infinitos.
 


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