La encina


La voz de otra Voz

domingo, 9 de febrero de 2014 | Hay 0 comentarios

A María Ángeles Pellejero en sus Bodas de Oro de Vida Religiosa Finales de abril del 1965. Queda atrás mi pueblo, la casa y las gentes que me vieron nacer. Las calles que me vieron correr, y jugar. Las amigas de la escuela, de los paseos por la carretera. Las lagunas, los árboles y las cigüeñas del campanario de la iglesia. Queda atrás la vida sencilla que olía a campo abierto, a orégano, a tomillo y a romero, a heno, y a encinas, a eras, a olivos y a vendimias. Queda atrás mi pueblo, es decir mi barca y mis redes… El tren me aleja de esa parcela del mundo y me lleva hacia otra orilla, totalmente desconocida. Ahora lo sé mejor que antes. Una aventura que ha resultado increíble cuando miro hacia ese momento. Mis padres me acompañan, en un viaje en el que el silencio tiene todas las palabras encadenadas. Prefiero mirar por la ventanilla, y ver como las cosas se acercan y desaparecen, se acercan y desaparecen. Aquel árbol, aquel camino, aquellos sembrados, aquel río. Todo se acerca, todo se queda atrás. Como la vida misma. Llegamos a Madrid. San Francisco de Sales 13. Solo unos meses antes había estado allí por casualidad. Nada me hizo pensar entonces que volvería. Sin embargo allí estaba, y estaba para quedarme… La frase de una Hermana que me había acogido en mi primera visita, había hecho su trabajo…” A Dios le agradan los frutos, pero si le damos el árbol…” era una respuesta sencilla, pero de lógica implacable, a una afirmación que yo había hecho antes: “El bien se puede hacer en cualquier parte”. Esa noche dormí por primera vez sola, lejos de mis hermanas, en una habitación que tenía un cuadro de la Virgen María y un pequeño crucifijo. Y a pesar de estar en el lugar que yo había voluntariamente buscado, no sentía nada, y ni siquiera apenas podía rezar. Mis padres habían sido fuertes a la hora de dejarme allí. También yo. Tal vez porque todavía podría verlos al día siguiente. No recuerdo mucho más de esa primera noche lejos de todo lo que había sido mi vida hasta ese instante. Pero sí recuerdo perfectamente que después del desayuno, mientras esperaba la visita familiar, la Madre Asunción Acosta me llevó a una sala del Colegio Mayor, me puso un disco, para que escuchara música, y se marchó a sus tareas. ¿Había adivinado lo que necesitaba? Era una voz clara, firme y convencida. No las habia escuchado antes, no las conocia. Las canciones precisas para el momento preciso. Me senté, y me levanté, me asomé a la ventana, paseé por la sala. Nadie venia. Y mientras esperaba, la voz me seguía hiciera lo que hiciera. Una voz que me ayudaba a tomar conciencia del destino elegido. Me daba un nuevo ánimo para los pasos siguientes. El corazón, que se había contraído hasta la insensibilidad, tal vez para hacer frente a todas las tristezas del adiós, retomó su aliento. Sí, yo estaba allí porque Alguien me había llamado, Alguien que me invitaba a remar mar adentro, Alguien que era y sigue siendo Luz en mi camino. Nunca he olvidado esas horas especiales, en compañía de esa voz que me traía los ecos más profundos de otra Voz y que me infundió el coraje para seguir con decisión la senda que Dios había trazado para mí. Dos días más tarde llegaba a Salamanca. Y la aventura verdadera comenzaba. Mar adentro… ¡


Logotipo Oficina de Internet
teléfono: 91 598 79 73
Contacta con nosotras